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Jorge Luis Borges

la moneda de oro

Jorge Luis Borges

La moneda de hierro (1975)

 


En este libro se pone de manifiesto una vez más la complejidad del mundo borgeano. Los antepasados y la patria: "De hierro, no de oro, fue la aurora. / La forjaron un puerto y un desierto, / unos cuantos señores y el abierto / ámbito elemental de ayer y ahora"; el sueño y los símbolos: "Aquí está la moneda de hierro. Interroguemos / las dos contrarias caras que serán la respuesta / de la terca demanda que nadie no se ha hecho: / ¿Por qué precisa un hombre que una mujer lo quiera?". Sumido en la melancolía, Jorge Luis Borges va hilvanando estos versos que son en él una costumbre, pero que sorprenden por su singular maestría. "Cada palabra, aunque esté cargada de siglos -afirma con gran lucidez- inicia una página en blanco y compromete el porvenir". (Ed. Emecé)


 

Prólogo

Elegía del recuerdo imposible

Coronel Suárez

La pesadilla

La víspera

Una llave en East Lansing

Elegía de la patria

Hilario Ascasubi (1807-1875)

México

El Perú

A Manuel Mujica Lainez

El inquisidor

El conquistador

Herman Melville

El ingenuo

La luna

A Johannes Brahms

El fin

A mi padre

La suene de la espada

El remordimiento

Einar Tambarskelver

En Islandia el alba

Olaus Magnus (1490-1558)

Los ecos

Unas monedas

Baruch Spinoza

Para una versión del I King

Ein Traum

Juan Crisóstomo Lafinur (1797-1824)

Heráclito

La clepsidra

No eres los otros

Signos

La moneda de hierro

Notas


 

Elegía del recuerdo imposible

 

Qué no daría yo por la memoria
De una calle de tierra con tapias bajas
Y de un alto jinete llenando el alba
(Largo y raído el poncho)
En uno de los días de la llanura,
En un día sin fecha.
Qué no daría yo por la memoria
De mi madre mirando la mañana
En la estancia de Santa Irene,
Sin saber que su nombre iba a ser Borges.
Que no daría yo por la memoria
De haber combatido en Cepeda
Y de haber visto a Estanislao del Campo
Saludando la primera bala
Con la alegría del coraje.
Qué no daría yo por la memoria
De un portón de quinta secreta
Que mi padre empujaba cada noche
Antes de perderse en el sueño

Y que empujó por última vez
El catorce de febrero del 38.
Qué no daría yo por la memoria
De las barcas de Hengist,
Zarpando de la arena de Dinamarca
Para develar una isla
Que aún no era Inglaterra.
Qué no daría yo por la memoria
(La tuve y la he perdido)
De una tela de oro de Turner,
Vasta como la música.
Qué no daría yo por la memoria
De háber sido auditor de aquel Sócrates
Que, en la tarde de la cicuta,
Examinó serenamente el problema
De la inmortalidad,
Alternando los mitos y las razones
Mientras la muerte azul iba súbiendo
Desde los pies ya fríos.
Qué ño daría yo por la memoria
De que me hubieras dicho que me querías
Y de no haber dormido hasta la aurora,
Desgarrado y feliz.


Coronel Suárez 

 

Alta en el alba se alza la severa

faz de metal y de melancolía. 

Un perro se desliza por la acera. 

Ya no es de noche y no es aún de día.

Suárez mira su pueblo y la llanura 

ulterior, las estancias, los potreros, 

los rumbos que fatigan los reseros, 

el paciente planeta que perdura.

Detrás del simulacro te adivino, 

oh joven capitán que fuiste el dueño

de esa batalla que torció el destino: 

Junín, resplandeciente como un sueño.

En un confín del vasto Sur persiste

esa alta cosa, vagamente triste.

 

La pesadilla

 

Sueño con un antiguo rey. De hierro
Es la corona y muerta la mirada.
Ya no hay caras así. La firme espada
Lo acatará, leal como su perro.
No sé si es de Nortumbria o de Noruega.
Sé que es del Norte. La cerrada y roja
Barba le cubre el pecho. No me arroja
Una mirada, su mirada ciega.
¿De qué apagado espejo, de qué nave
De los mares que fueron su aventura,
Habrá surgido el hombre gris y grave
Que me impone su antaño y su amargura?
Sé que me sueña y que me juzga, erguido.
El día entra en la noche. No se ha ido.

 

 

Una llave en East Lansing

Soy una pieza de limado acero.
Mi borde irregular no es arbitrario.
Duermo mi vago sueño en un armario
Que no veo, sujeta a mi llavero.
Hay una cerradura que me espera.
Una sola. La puerta es de forjado
Hierro y firme cristal. Del otro lado
Está la casa, oculta y verdadera.
Altos en la penumbra los desiertos
Espejos ven las noches y los días
Y las fotografías de los muertos
Y el tenue ayer de las fotografías.
Alguna vez empujaré la dura
Puerta y haré girar la cerradura.


Elegía de la patria

 

De hierro, no de oro, fue la aurora. 

La forjaron un puerto y un desierto, 

unos cuantos señores y el abierto 

ámbito elemental de ayer y ahora.

Vino después la guerra con el godo.

Siempre el valor y siempre la victoria.

El Brasil y el tirano. Aquella historia

desenfrenada. El todo por el todo.

Cifras rojas de los aniversarios,

pompas de mármol, arduos monumentos,

pompas de la palabra, parlamentos,

centenarios y sesquicentenarios, 

son la ceniza apenas, la soflama 

de los vestigios de esa antigua llama.

 

 

México

 

¡Cuántas cosas iguales¡ El jinete y el llano,
La tradición de espadas, la plata y la caoba,
El piadoso benjuí que sahúma la alcoba
Y ese latín venido a menos, el castellano.
¡Cuántas cosas distintas¡ Una mitología
De sangre que entretejen los hondos dioses muertos,
Los nopales que dan horror a los desiertos
Y el amor de una sombra que es anterior al día.
¿Cuántas cosas eternas¡ El patio que se llena
De lenta y leve luna que nadie ve, la ajada
Violeta entre las páginas de Nájera olvidada,
El golpe de la ola que regresa a la arena.
El hombre que en su lecho último se acomoda
Para esperar la muerte. Quiere tenerla, toda.

 

 

El inquisidor

 

Pude haber sido un mártir. Fui un verdugo.
Purifiqué las almas con el fuego.
Para salvar la mía, busqué el ruego,
el cilicio, las lágrimas y el yugo.
En los autos de fe vi lo que había
sentenciado mi lengua. Las piadosas
hogueras y las carnes dolorosas,
el hedor, el clamor y la agonía.
He muerto. He olvidado a los que gimen,
pero sé que este vil remordimiento
es un crimen que sumo al otro crimen
y que a los dos ha de arrastrar el viento
del tiempo, que es más largo que el pecado
y que la contrición. Los he gastado.

 

 

El ingenuo

CADA AURORA (nos dicen) maquina maravillas 
capaces de torcer la más terca fortuna;
hay pisadas humanas que han medido la luna 
y el insomnio devasta los años y las millas. 
En el azul acechan públicas pesadillas 
que entenebran el día. No hay en el orbe una 
cosa que no sea otra, 0 contraria, o ninguna. 
A mí sólo me inquietan las sorpresas sencillas. 
Me asombra que una llave pueda abrir una puerta, 
me asombra que mi mano sea una cosa cierta, 
me asombra que del griego la eleática saeta 
instantánea no alcance la inalcanzable meta, 
me asombra que la espada cruel pueda ser hermosa, 
y que la rosa tenga el olor de la rosa.


La luna

A María Kodama

Hay tanta soledad en ese oro.
La luna de las noches no es la luna
que vio el primer Adán. Los largos siglos
de la vigilia humana la han colmado
de antiguo llanto. Mírala. Es tu espejo.

 

 

El fin

 

El hijo viejo, el hombre sin historia,
El huérfano que pudo ser el muerto,
Agota en vano el caserón desierto.
Fue de los dos y es hoy de la memoria.

Es de los dos.) Bajo la dura suerte

busca perdido el hombre doloroso

la voz que fue su voz. Lo milagroso

no sería más raro que la muerte.

Lo acosarán interminablemente
Los recuerdos sagrados y triviales
Que son nuestro destino, esas mortales
Memorias vastas como un continente.

Dios o Tal Vez o Nadie, yo te pido
Su inagotable imagen, no el olvido.

 

 

A mi padre

 

Tú quisiste morir enteramente.

La carne y la gran alma. Tú quisiste

Entrar en la otra sombra sin el triste

Gemido del medroso y del doliente.

Te hemos visto morir con el tranquilo

Ánimo de tu padre ante las balas.

La roja guerra no te dio sus alas,

La lenta parca fue cortando el hilo.

Te hemos visto morir sonriente y ciego.

Nada esperabas ver del otro lado,

Pero tu sombra acaso ha divisado

Los arquetipos que Platón el Griego

Soñó y que me explicabas. Nadie sabe

De que mañana el mármol es la llave.

 

 

El remordimiento

 

He cometido el peor de los pecados
que un hombre puede cometer. No he sido
feliz. Que los glaciares del olvido
me arrastren y me pierdan, despiadados.

Mis padres me engendraron para el juego
arriesgado y hermoso de la vida,
para la tierra, el agua, el aire, el fuego.
Los defraudé. No fui feliz. Cumplida

no fue su joven voluntad. Mi mente
se aplicó a las simétricas porfías
del arte, que entreteje naderías.

Me legaron valor. No fui valiente.
No me abandona. Siempre está a mi lado
La sombra de haber sido un desdichado.

 

 

Unas monedas

 

Génesis, 9.13

 

El arco del Señor surca la esfera
Y nos bendice. En el gran arco puro
Están las bendiciones del futuro,
Pero también está mi amor, que espera

Mateo, 27.9

 

La moneda cayó en mi hueca mano.
No pude soportarla, aunque era leve,
Y la dejé caer. Todo fue en vano.
El otro dijo: Aún faltan veintinueve.

Un soldado de Oribe

 

Bajo la vieja mano, el arco roza
De un modo transversal la firme cuerda.
Muere un sonido. El hombre no recuerda
Que ya otra vez hizo la misma cosa.

 

Baruch Spinoza

 

Bruma de oro, el Occidente alumbra 

la ventana. El asiduo manuscrito 

aguarda, ya cargado de infinito. 

Alguien construye a Dios en la penumbra. 

Un hombre engendra a Dios. Es un judío 

de tristes ojos y de piel cetrina;

lo lleva el tiempo como lleva el río 

una hoja en el agua que declina. 

No importa. El hechicero insiste y labra 

a Dios con geometría delicada; 

desde su enfermedad, desde su nada, 

sigue erigiendo a Dios con la palabra.

El más pródigo amor le fue otorgado, 

el amor que no espera ser amado.

 

 

Para una versión del I King

 

El porvenir es tan irrevocable
como el rígido ayer. No hay una cosa
que no sea una letra silenciosa
de la eterna escritura indescifrable
cuyo libro es el tiempo. Quien se aleja
de su casa ya ha vuelto. Nuestra vida
es la senda futura y recorrida.
Nada nos dice adiós. Nada nos deja.
No te rindas. La ergástula es oscura,
la firme trama es de incesante hierro,
pero en algún recodo de tu encierro
puede haber un descuido, una hendidura.
El camino es fatal como la flecha
pero en las grietas está Dios, que acecha.

 

 

Ein Traum 

 

Lo sabían los tres.
Ella era la compañera de Kafka.
Kafka la había soñado.
Lo sabían los tres.
Él era el amigo de Kafka.
Kafka lo habí soñado.
Lo sabían los tres.
La mujer le dijo al amigo:
Quiero que esta noche me quieras. 
Lo sabían los tres.
El hombre le contestó: Si pecamos,
Kafka dejará de soñarnos.
Uno lo supo.
No había nadie más en la tierra.
Kafka se dijo:
Ahora que se fueran los dos, he quedado solo.
Dejaré de soñarme.

 

 

Heráclito

 

Heráclito camina por la tarde

De Éfeso. La tarde lo ha dejado,

Sin que su voluntad lo decidiera,

En la margen de un río silencioso

Cuyo destino y cuyo nombre ignora.

Hay un Jano de piedra y unos álamos

Se mira en el espejo fugitivo

Y descubre y trabaja la sentencia

Que las generaciones de los hombres

No dejarán caer. Su voz declara:

Nadie baja dos veces a las aguas

Del mismo río. Se detiene. Siente

Con el asombro de un horror sagrado

Que él también es un río y una fuga.

Quiere recuperar esa mañana

Y su noche y la víspera. No puede.

Repite la sentencia. La ve impresa

En futuros y claros caracteres

En una de las páginas de Burnet.

Heráclito no sabe griego. Jano,

Dios de las puertas, es un dios latino.

Heráclito no tiene ayer ni ahora.

Es un mero artificio que ha soñado

Un hombre gris a orillas del Red Cedar,

Un hombre que entreteje endecasílabos

Para no pensar tanto en Buenos Aires

Y en los rostros queridos. Uno falta.

 

 

East Lansing 1976

 

No eres los otros

No te habrá de salvar lo que dejaron
escrito aquellos que tu miedo implora;
no eres los otros y te ves ahora
centro del laberinto que tramaron
tus pasos. No te salva la agonía
de Jesús o de Sócrates ni el fuerte
Siddhartha de oro que aceptó la muerte
en un jardín, al declinar el día.
Polvo también es la palabra escrita
por tu mano o el verbo pronunciado
por tu boca. No hay lástima en el Hado
y la noche de Dios es infinita.
Tu materia es el tiempo, el incesante
tiempo. Eres cada solitario instante.

 

 

La moneda de hierro

 

Aquí está la moneda de hierro. Interroguemos
las dos contrarias caras que serán la respuesta
de la terca demanda que nadie no se ha hecho:
¿Por qué precisa un hombre que una mujer lo quiera?

Miremos. En el orbe superior se entretejan
el firmamento cuádruple que sostiene el diluvio
y las inalterables estrellas planetarias.
Adán, el joven padre, y el joven Paraíso.

La tarde y la mañana. Dios en cada criatura.
En ese laberinto puro está tu reflejo.
Arrojemos de nuevo la moneda de hierro
que es también un espejo magnífico. Su reverso
es nadie y nada y sombra y ceguera. Eso eres.
De hierro las dos caras labran un solo eco.
Tus manos y tu lengua son testigos infieles.
Dios es el inasible centro de la sortija.
No exalta ni condena. Obra mejor: olvida.
Maculado de infamia ¿por qué no han de quererte?
En la sombra del otro buscamos nuestra sombra;
en el cristal del otro, nuestro cristal recíproco.

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